Llevo meses soñando con tsunamis y en escenarios distintos.
Empecé soñando que una ola café entraba a una ciudad que no conocía y yo trepaba a lo alto de una casa y, a diferencia de otros, lograba ponerme a salvo. Luego vi otra ciudad, construida junto a un acantilado que era barrida por una gran ola. Luego soñé que estaba en una especie de hospital, eran como varias galeras de metal, como sacadas de una película de guerra y yo veía entre las ventanas que el tsunami venía y apuraba a mi mamá a correr. El agua nos alcanzó dentro de un edificio pero las ventanas no dejaron entrar al agua y pudimos subir a una azotea.
Los sueños varían. Una vez vi que el tsunami había arrasado todo, pero el mundo se veía mejor que antes, el agua se veía azulísima y el sol y todo brillaba más. Y yo no sé si era un espíritu o un sireno, pero sabía que mi casa estaba dentro del mar y nadé y pude ver mi cama, y una voz me dijo que podía descansar.
En uno de mis últimos sueño pude ver que origina el tsunami. Soñé que estaba en una playa de otro país, no sé decir donde, quizá Estados Unidos o Brasil porque vi todo muy ordenado y a gente de todas razas bebiendo cervezas junto a una playa de arena blanca junto a unos rascacielos y unos cerros cubiertos de vegetación subtropical. Era de día y de pronto del cielo cayó una especie de meteorito o un misil que se estrelló mar adentro. Y una cortina altísima de agua se levantó. Yo corrí hacia un cerro, pero pensé que debía regresar para ayudar. Y me metí a una torre altísima de apartamentos y vi a una chinita dentro que estaba como si nada. Me asomé por la ventana y vi que el agua se acercaba más y tenía menos tiempo para buscar un sitio más alto.
Estos sueños han sido demasiado recurentes. El último tsunami me alcanzó en mi casa de El Salvador, vi cómo entraba agua por todas las ventanas (algo que suena poco probable porque vivo a casi 800 metros sobre el nivel del mar). En fin, estos sueños me inquietan.
jueves, 9 de febrero de 2017
domingo, 1 de enero de 2017
El equilibrio
Esta tarde por fin terminé de ver "Eat. Pray. Love", la película de Julia Roberts. Warner Channel la presentaba como una película "ideal" para empezar este 2017.
El 2 de enero de 2011 intenté ver esta película en la noche y desde una cama. Y junto a la persona que estaba saliendo en ese momento y que al empezar la peli se quedó chulona y dormida junto a mí. Así que apagué todo e hice lo mismo.
Recién ahora caigo en cuenta que he vivido un poco lo que Roberts en la película. Desde 2010 he buscado mi equilibrio y espiritualidad, en sitios como Israel o leyendo libros sobre filosofía sufi. En aquel momento estaba acompañado pero me sentía solo y vacío. Poco después decidí no volver a esa cama. El año empieza y debo elegir mis pensamientos para alcanzar mis sueños. Ojalá pueda tener un final como el de Roberts en esta película. A ver qué pasa.
domingo, 4 de diciembre de 2016
Se fue Lily
Recién ahora me doy cuenta de la gran falta que me hará verla todos los días y a Daniella y a Guille (y a Óscar, el cuñao). No sé. Ahora recién veo la casa, tan holgada y pienso en mi lugar en ella.
Mientras escribía estas líneas sonó el teléfono. Me afligí porque son pasadas las 11 de la noche. Era Daniella que quería hablar con mi mamá, su roomie durante muchos años. Mi mamá no puede estar más feliz, su nieta le devuelve el cariño. Se cierra otro círculo. Yo tengo que abrir nuevos para mi vida. Ay, qué nostalgia siento. Mucha suerte, Lily!!!
domingo, 20 de noviembre de 2016
La vida es un pañuelo
Hace 15 días dejé atrás a Meanguera del Golfo. Y ayer me pasó algo muy curioso.
Mientras estuve en Meanguera busqué información histórica sobre esta isla en Internet. Y me apareció el siguiente artículo. Era la historia de Rosa Blanca di Majo Reyes. Una unionense que defendió con uñas y dientes la soberanía salvadoreña de la isla de Meanguera alrededor de 1963. Fue considerada heroína nacional y hasta fue elegida alcaldesa de Meanguera del Golfo.
Luego de leer el artículo, lo imprimí y pregunté a la señora que me cocinaba si la conocía. Me dijo que sí. Que había sido una mujer con un carácter muy fuerte. Que era bajita. Que había metido preso a un exalcalde "corrupto". Y que era tía-abuela de mi entonces jefe, el alcalde Luis Dheming. Días después, le dije al alcalde que debería ponerle nombre a las calles del pueblo (porque no tienen nombre). ¿Qué tal una calle llamada Blanca di Majo, como su tía-abuela? Me dijo que sí, sin ningún entusiasmo.
Sentí tanta curiosidad por esta señora, que me atreví a visitar al abuelo del alcalde, quien sobrepasa los 85 años de edad. Le pregunté si tenía una foto de ella para saber cómo era y me respondió que no, pero que buscaría otro día en sus álbumes. Luego pregunté a otra señora y nada. Igual, le hice saber al secretario de la alcaldía que iba a empezar a escribir las historias de los personajes principales que han forjado la historia de la isla. Es increíble, esa isla tiene unas historias muy enredadas y dignas de ser inmortalizadas en la literatura, el cine o, al menos, por el periodismo.
***
Hace pocos días, mi papá me anunció que el lunes 14 de noviembre "debía" acompañarlo a instalar unos filtros de aire a Saquiro, en la segunda ciudad del país: San Miguel, ubicada a unos 145 kilómetros de la capital. Y acepté. Salimos muy temprano, a las 4 a.m., abordo de su camión blanco de trabajo. También fueron dos chicos ayudantes y mi tío Amílcar, que es arquitecto y sabe mucho sobre la instalación de estructuras metálicas y eléctricas. La súper luna de ese día, la más grande en 80 años, nos iluminó gran parte del camino a San Miguel.
Cuando llegamos a San Miguel, alrededor de las 8, mi papá buscó un lugar donde desayunar cercano a Saquiro. No encontró ninguno. Y condujo a través de la Ruta Militar. Pasó de largo a varios comedores y vio uno en sentido contrario. Hizo el viraje y se estacionó allí. Una señora le dijo a mi papá que nos podía preparar algo en un par de minutos. En ese lapso aproveché a leer un libro que encontré abandonado dentro de la oficina de mi papá (en La Cima, donde guarda su camión blanco), es un libro sobre la sabiduría sufi, Perfume del desierto.
Fui al baño y cuando salí mi papá ya había abandonado el comedor, enojado, porque tardaban mucho con la comida. Una anciana, la propietaria, salió a gritarle que no se fuera, porque ya había ordenado la preparación de los desayunos. A la señora le temblaban las manos. Mientras le ayudaba a servir la comida, mi tío Amílcar comentó: "Hoy andás cerca de Meanguera del Golfo". Le dije que sí, con pocos ánimos.
-¿Vienen desde el golfo (de Fonseca)? -preguntó la anciana.
-No. Venimos de San Salvador. -le expliqué.
-Ah, como les escuché mencionar a Meanguera del Golfo... Es que mi mamá vivió mucho tiempo allí, fue alcaldesa de esa isla.
Me le quedé viendo sorprendido y le pregunté:
-¿Pero no será usted la hija de Blanca di Majo?
-¡Sí! ¿Y cómo sabe de ella?
-Porque trabajé en esa alcaldía, con el alcalde Luis Dheming, quien es pariente lejano de ella.
La señora contó la historia de su mamá con un gran entusiasmo y orgullo. Y le conté que durante muchas semanas quise ver una foto de su madre. Sin dudarlo, me llevó a su enorme recámara y finalmente pude conocer a la exalcaldesa: gordita, chele y con collares de oro en su garganta. La nieta de la señora también heredó el carácter de los di Majo: me pidió fotografiarla y posó así. El carácter se lleva en la sangre. Qué coincidencia conocerla(s).
miércoles, 2 de noviembre de 2016
Te dejo Meanguera
Ayer dejé la isla. Mi salida del trabajo no me gustó tanto, pero creo que ahora estoy mejor conmigo mismo. Como dice el dicho: "Todo lo que empieza mal, termina peor". La isla es un mundo aparte. Tiene sus propias leyes tácitas. Y los que nacieron allí saben perfectamente que viven en un paraíso que con frecuencia se transforma en un infierno.
Nunca pude mimetizar su acento y sus bromas. Ya no escucharé los chismes sórdidos sobre quién es puta y quién es puto. No escucharé las mismas canciones de la rocola del pueblo, a todas horas y siempre a todo volumen: Luna de Ana Gabriel y "Era del signo libra".
Creo que desde antes de darme cuenta que me iba definitivamente, la vida o Dios me daba señales de que se acababa un ciclo. El miércoles hubo una boda civil en la alcaldía, yo hice las fotos y cuando estaba encuadrando a los testigos, me di cuenta que uno de ellos era el pastor Neri (el señor que hace dos años me invitó a almorzar a su casa, cuando visité por primera vez la isla). Hasta entonces lo saludé y le pregunté si me recordaba, me disculpé por no haberlo buscado antes. El último sábado también me entró ganas de caminar hasta la playa Guerrero, para disfrutarla sin escatimar tiempo. Y lo hice. Luego esperé al atardecer en la parte alta del camino. Y fue increíble, iridiscente. Lo fotografié.
Mi última tarde en el pueblo fue muy sublime. Salí desorientado de la alcaldía. Pasé por el puesto de Migración (inaugurado horas antes por Hugo Martínez, el actual ministro de Obras Públicas) y recordé que, una semana antes, le había dicho a uno de los empleados rotativos de migración que el martes que regresara ya no me encontraría en la isla. Me reí de eso. Y caminé sin rumbo.
En una calle me encontré a Génesis, la nieta de la señora que casi todos los días me cocinaba y me planchaba la ropa. Llamé a la niña por su nombre y no me hizo caso. Llevaba un bonito vestido fucsia. Parecía estar jugando escondelero con otro niño. Y la seguí hasta el atrio de la iglesia. Cuando me vio, me dio un gran abrazo (yo se lo devolví, a pesar de que un empleado de la alcaldía me dijo que me alejara de esa niña, porque ya sabía cosas de adultos o alguien la podía violar y luego echarme la culpa). Luego entré a la iglesita. Adentro estaban dos rezadoras y el sacristán. Éste último me preguntó algo.
-Cuándo se va? -me preguntó.
-Mañana.
-Y se va a llevar aquello?
-No tengo dinero para dejar un donativo a cambio. -le dije.
-Y para qué quiere llevarse a San Salvador a ese santo arruinado?
-Lo quiero para mandarle a tallar una cara y unas manos, que esté completo y conservarlo.
-Lléveselo, así nomás. Mejor que esté con usted y que no se termine de arruinar allí, así como está en el campanario.
Creo que la decisión del sacristán fue sabia. Con bastante fortuna, llevaba en mis manos el suéter rojo (que me ponía en la alcaldía para aguantar al aire acondicionado) y traté de envolver con él al santo. Me dio pena bajar del camapanerio con él. Mide más de medio metro. Génesis me preguntó que para qué lo había agarrado. Y yo le expliqué lo mismo que al sacristán. Luego fui a la casa y lo metí en la maleta, apenas cupo. Eso y el abrazo genuino de Génesis fue lo único que me hizo feliz ese día que, a diferencia de los días anteriores, terminó con nubarrones, lloviznas y relámpagos.
Hubo un misterio resuelto ese día. La última tarde que estuve en la alcaldía, Lemus, un empleado que trabaja en la otra isla (Conchaguita) me vio editando una fotografía de la señora que hace quesadillas. Y me dijo su nombre: "Ese señora es María Elvia Aguirre".
La dueña de Fugitivo se llama igual que mi abuela, María. Coincidencias. Me quedé con ganas de venderle las quesadillas en el pueblo y ganarme los $10 que me proponía. Me quedé con ganas de abrazarla. No dejo de sentir que debería cumplir con la ayuda que ofrecí a la iglesia de Meanguera del Golfo, buscar fondos para construir una más digna. Pensé que me iba de la isla sin deberle nada a nadie y tengo la sensación de lo contrario. Por todo lo bueno y por todo lo malo, gracias, Meanguera del Golfo.
Post data: mientras escribía este post, doña Emérita, una excompañera de la alcaldía, me pregunta por Facebook que por qué me fui sin darle un abrazo.
viernes, 28 de octubre de 2016
"Fugitivo"
Anoche no cabía una estrella
más en el cielo. Y en la tierra, bueno, en la isla, hubo vigilia. Su iglesita se volvió una fiesta. Fueron llegando chicas en minifalda, campesinos encanecidos y hasta unos chicos que integran la comunidad LGBTI local.
También llegaron timbales, una cantante y la gente bailó himnos cristianos.
En el atrio, entre ventas de elotes locos y panes con pollo, estaba una señora que me recuerda
muchísimo a mi querida abuela Mari. Contengo las ganas de abrazarla.
La conocí hace algunas semanas, en la isla vecina, Conchagüita, cuando el alcalde me
llevó a una reunión. Allí, se dedica a vender quesadillas. Y a veces viene hasta aquí.
No sé ni su nombre, pero
varias veces me ha propuesto que le revenda sus quesadillas en
Meanguera, a $1 los dos trocitos. Es muy lista y educada.
Meanguera, a $1 los dos trocitos. Es muy lista y educada.
Anoche la reconocí rápido, sentada, cansada, con su guacal vacío sobre su regazo.
Mientras se embadurnaba un poco de Vick-Vaporub sobre su frente, me senté junto a ella.
Tuve la mala idea de preguntarle si tenía mascotas. Me dijo que sí. Le pregunté si tenía nombre. Y con voz quebrada me dijo "Fugitivo".
Que uno de sus hijos le puso ese nombre. Que no sabe por qué. Y que nunca lo sabrá, porque hace unos cuatros años, justo para las fiestas de Conchagüita, ese hijo amaneció muerto en su hamaca. Un ataque cardíaco lo fulminó.
Entre lágrimas dice que no para de hacer quesadillas, porque de lo contrario se deprimiría mucho. El queso lo consigue hasta en Santa Rosa de Lima, los huevos y la azúcar en La Unión. Dice que no conoce a ninguna otra mujer que viaje tanto en lancha como ella. Una vez, una tormenta la sorprendió en medio del golfo de Fonseca. El agua entró a la lancha en la que viajaba y para perder peso, echó fuera de borda al queso de sus quesadillas, sus bolsas de azúcar y los huevos. Ahora, dice estar interesada en trabajar y perpetuar el misterio que dejó su hijo al morir: llama con el mismo nombre a su mascota de turno: Fugitivo.
Tuve la mala idea de preguntarle si tenía mascotas. Me dijo que sí. Le pregunté si tenía nombre. Y con voz quebrada me dijo "Fugitivo".
Que uno de sus hijos le puso ese nombre. Que no sabe por qué. Y que nunca lo sabrá, porque hace unos cuatros años, justo para las fiestas de Conchagüita, ese hijo amaneció muerto en su hamaca. Un ataque cardíaco lo fulminó.
Entre lágrimas dice que no para de hacer quesadillas, porque de lo contrario se deprimiría mucho. El queso lo consigue hasta en Santa Rosa de Lima, los huevos y la azúcar en La Unión. Dice que no conoce a ninguna otra mujer que viaje tanto en lancha como ella. Una vez, una tormenta la sorprendió en medio del golfo de Fonseca. El agua entró a la lancha en la que viajaba y para perder peso, echó fuera de borda al queso de sus quesadillas, sus bolsas de azúcar y los huevos. Ahora, dice estar interesada en trabajar y perpetuar el misterio que dejó su hijo al morir: llama con el mismo nombre a su mascota de turno: Fugitivo.
Ahora mismo yo también
podría llamarme Fugitivo.
La quesadillera que me recuerda a mi abuela y cuyo nombre ignoro. |
Francia en Meanguera del Golfo
Llevo más de un mes viviendo en Meanguera del Golfo. El único municipio insular de El Salvador. El más sureño, el más oriental y, quizá, el más confinado de todos.
Mentiría si dijera que ha sido fácil vivir en una isla volcánica de 17 kilómetros cuadrados, donde el calor es constante y donde algunos me consideran "extranjero". Aún no me acostumbro a tener que vestirme en la ducha, a los alacranes, a las miradas indiscretas, ni a los piropos callejeros. Trabajo para la alcaldía, como jefe de gestión de proyectos turísticos y sociales. Y ayer debí recibir y fotografiar la visita del embajador de Francia en El Salvador, David Izzo. Vino a inaugurar un proyecto de captación de agua de lluvia para que 24 familias dejen de consumir agua de pozos artesanales con agua salobre.
Al inicio, vi al embajador como en "shock": la playa llena de basura, el calor, la lancha tan llena de gente, los jejenes... Encima, la dueña de la lancha pintó todos los pasamanos con una pintura de aceite negra vencida -que nunca secaba- y muchos nos manchamos la ropa y los brazos. Y encima, los vientos de octubre provocaron que las olas reventaran cerca de la playa, al borde mismo de la lancha, por lo que el embajador mojó sus zapatos y no aceptó, como buen francés, una mano de ayuda, para apearse.
Luego lo condujeron a un boscoso caserío con olor a estiércol de res, cerdo y gente. Luego resbaló y cayó de bruces sobre unas piedras. Una señora oronda le agradeció que le hubiera regalado uno de las cisternas del proyecto y le pidió que se la llevara al "país de los mil quesos", a Francia, para aprender a hacerlos. Él le dijo que no había "espacio" para ella en la lancha. Ella se carcajeó. Y minutos después encendió un cigarrillo, como para asimilarlo todo.
El embajador dijo ser de París, la cuna de la urbanidad y las buenas maneras. Me pareció increíble que estuviera aquí. El Salvador ha tenido más de 85 presidentes en su corta historia republicana y muy pocos presidentes han recalado en esta isla. En 2005 vino el expresidente Antonio Saca. Y, 140 años antes, en 1865, vino Gerardo Barrios, cuando recién había sido enviado al ostracismo en una goleta de bandera panameña llamada "Manuela Planas". Valga decir que Manuela Planas era la hija de Antonio Planas, dueño del primer banco que existió en Panamá: "Banco de Circulación y Descuentos de Pérez y Planas". Seguramente, no era cualquier goleta.
Mucha gente asegura que Gerardo Barrios tenía sangre francesa. Barrios se crió en un caserío migueleño tan recóndito como Meanguera. Dicen que creció rodeado de tíos galos, veteranos de la Revolución Francesa. Y que leyó libros de la Ilustración y que hablaba francés. Cuando llegó a ser presidente, alrededor de 1860, afrancesó a las Fuerzas Armadas, introdujo el cultivo del café e hizo traer a varios reposteros franceses que, entre otras cosas, enseñaron a hacer pan de trigo y por eso lo llamamos "pan francés".
La de ayer no ha sido la primer visita de franceses a la isla. Otro embajador estuvo antes, inauguró proyectos de agua potable. Hay pruebas de que otros franceses vinieron a la isla hace más de 300 años. En su libro-bitácora, "Journal du voyage fait à la mer du Sud, avec les flibustiers de l´Amérique en 1684", el pirata francés Raveneau de Lussan menciona haber estado en Meanguera. Por esos días, los franceses aún no acuñaban su famoso lema: Liberté, égalité, fraternité.
sábado, 17 de enero de 2015
Luna de Róterdam
He tardado una eternidad en escribir este post, el del último día del 2014. Creo que jamás lo olvidaré, porque ese 31 de diciembre me pilló solitario en un vuelo que despegó a las 5.40 de la tarde del aeropuerto de Róterdam en dirección a Madrid. Pegado a la ventanilla, vi cómo entre la nubes desaparecían los barcos, los rascacielos y los fuegos artificiales de aquel puerto. Cuando el avión alcanzó altura, dejé de sentirme solo. Vi a la luna a mi lado. Se dejó ver oronda y plateada. Incluso podía verla doble. Como si una me siguiera en el aire y otra en la superficie de los canales que drenan a Holanda y a Bélgica. Ningún otro pasajero parecía verla, ni verme viéndola y me puse a llorar en silencio. Era demasiada belleza. Embelesado, dejé de compadecerme, dejé de pensar en que nadie me esperaría en Madrid. Y que quizás no encontraría bus ni tren a Valladolid.
Tampoco tuve cabeza para hacer un correcto balance de lo que había sido para mí el 2014, algo que había planificado hacer durante el vuelo (además venía con el cansancio acumulado de recorrer a pie a Ámsterdam y Róterdam). Con un trozo de chocolate en la boca, me dediqué a contemplar a la luna y a dar gracias a Dios.
Sin duda, este ha sido el vuelo más lindo de mi vida y no me arrepiento de haber decido viajar solo en esta fecha, pese a las críticas. Vi a la belleza. Vi a la campiña belga blanqueada de nieve y escuché al piloto desear un "Feliz 2015" mientras advertía que a la izquierda del avión se podía ver a París con todo su resplandor. Fue lindo. Sin embargo, era más refulgente el horizonte occidental, justo en la dirección donde está España: aún se podía ver al sol apunto de zambullirse en un mar de nubes iridiscentes. Me quedo con esa imagen como colofón de un año que inició sin festejos, trabajando en un albergue, periodista-vigilante de la erupción del volcán de San Miguel. El 2014 fue el año también en el que tuve que dejar al periódico para el que trabajé durante más de 7 años. Es el año en el que pude regresar -gracias a una beca- a España y a Roma; y pude cerrarlo diciéndome que cumplí tres de mis sueños, conocer a Nueva York, Amsterdam y Estambul.
miércoles, 18 de junio de 2014
Yo fui el Bronx
En bachillerato, alguna vez me apodaron el "Bronx". Sí, al igual que el más empobrecido de los cinco distritos o "boroughs" que componen a New York City (NYC). En 1999, terminaba el bachillerato en un colegio teóricamente bilingüe. Y Gabriela, la compañera con la que me llevaba mejor en clases, había vivido en NYC. De manera esnob, frente a toda la clase, ella solía platicarme (a veces en inglés) de lo lindo que era la isla de Manhattan y de lo horripilante que le parecía el vecino condado del Bronx, algo así como el equivalente a nuestro Soyapango. Con sorna, medio colegio la llamó "la Bronx". Y a mí el "Bronx".
Yo asumí mi apodo. Tanto, que para la clase de inglés me dieron a elegir cualquier tema para dar un "speech" de 20 minutos. Y elegí "the NYC landmark buildings". Hablé sobre el Empire State, the Brooklyn bridge, the statue of Liberty y el Bronx. Obtuve una buena calificación, pero eso no mereció que conociera esta ciudad hasta 14 años después.
Llegué a NYC casi a media noche en un vuelo de Delta Airlines. Desde la ventanilla, alcancé a ver la estatua de la libertad, iluminada, color turquesa. Y poco después apareció el rascacielos más alto y nuevo de Estados Unidos, el "Freedom tower". Y detrás de él, una altísima y abultada mole de edificios, de entre los que destacaba la torre Crysler y el Empire State (iluminado de azul). La imagen nunca se me va a olvidar. Ni en París, ni en Londres, ni en México vi esa cantidad de edificios.
Al salir del aeropuerto La Guardia, me sentí aldeano. Vi a un montón de taxistas morenos y a algunos latinos con cara de pocos amigos y sentí miedito. Tenía que buscar cómo llegar a un hotelito en Queens. Adelanté dos horas al reloj. Y tomé un bus, el Q70. En el viaje, una señora colombiana me puso al tanto de cómo funciona la ciudad. Me explicó sobre una tarjeta del metro que costaba $31 y que tenía que hacer el "swipe" (o deslizarla como una tarjeta de crédito en una máquina) y ésta misma me daba derecho a usar el metro ilimitadamente durante 6 días. Me ayudó con la maleta, hasta llegar a una estación llamada Jackson Hts y Roosvelt Avenue. Y allí me sentí apabullado, quizás por el herrumbroso ruido del metro pasando sobre su puente aéreo de metal. O quizás porque la estación del metro era tan antigua, con azulejos desteñidos, oxido y rótulos que explicaban los días en los que había fumigación anti-roedores. Vi lo que nunca había visto en otra ciudad: un metro que funciona las 24 horas del día. Los pasajeros: había un gringo que recitaba versículos de la Biblia. Y otro que tenía la mirada perdida en una ventana, que sin descanso se llevaba la cabeza de izquierda a derecha. Preferí sentarme junto a un grupo de morenos que tenían sus cabezas encasquetadas en medias de mujeres. Y le pedí a Dios que no me abandonará en la "Capital del mundo". Tuve suerte de encontrar el hotel rápidamente, sin tener un celular y a nadie a quien preguntarle.
Al despertar, me asomé por una de las ventanas del hotelito. Y lo primero que vi fue la aguja "art decó" del Empire State. Y me dio risa nerviosa. Sin perder más tiempo, me puse unas zapatillas, un short y una camisa desmangada y me dirigí hacia Manhattan, por debajo de la tierra, en el metro. Mi idea era tomar el primer vagón que viera. Así lo hice. Y 5 minutos después me baje casi al azar en la estación de la Quinta Avenida-Central Park. Fue increíble ver el verdor del Central Park y esa alameda de edilicios opulentos, como la Torre Trump que está justo al lado de la mítica tienda de Tiffany's. Y pensé en Audrey Hepburn y Capote.
jueves, 14 de marzo de 2013
Telepatía
No sé cuántos kilómetros hay entre San Salvador y Madrid, seguramente son más 8.000. Lily, mi única hermana, está allá, del "otro lado del charco".... Cuando me despedí de ella, hace poco más de un mes, estaba sumamente embarazada de su segundo y último hijo.
Y en la madrugada de ayer, quizá mientras ella estaba en labor de parto (uno que terminó en cesárea), yo estaba enfrascado en algo que no me suele ocurrir, soñar dormido. El sueño fue muy vívido.
Estaba al pie de las escaleras de la casa de Antiguo Cuscatlán. Vi a Lily junto a Daniella. Y junto a Daniella había un niño delgado como de seis años, trigueño, de nariz chata y con el cabello liso pero bien peinado. Lucía tan prolijo, tan contento, tan distinto a lo que soy yo: un ramillete de atolondramientos y despistes. Lily y yo lo veíamos enorgullecidos. Cuando el niño se me quedó viendo por unos segundos, me sonrió y le sonreí... y allí se difuminó la escena... Quiero pensar que el Cosmos o Guillermo, porque así se llama mi nuevo y último sobrino (mi hermana se esterilizó), me avisó que ya estaba entre nosotros.
La gente no me cree, pero creo que tengo sueños premonitorios. Antes, ya había soñado que yo vendría a España, ya había soñado el nacimiento de Daniella. Y ya había soñado a Guillermo, incluso antes que Lily se embarazara o supiera el sexo de su bebé.
Ayer, cuando me levanté de la cama con el sueño aún claro, corrí las persianas de mi piso. Y a diferencia de los días anteriores, nublados o lluviosos, este estaba precioso. Parecía como sacado de la película de Sound of Music: frío pero soleado, con las montañas de Nevacerrada refulgentes de nieve, vi hasta dos pericos planeando sobre la calle Monforte de Lemos. De pronto, decidí describir en mi muro de Facebook la buena sensación que me regalaba el día y justo al conectarme, cuando allá eran alrededor de las 5 de la madrugada y aquí mediodía, Karla, la cuñada de Lily, me escribía un: "Felicidades tío".
Y en la madrugada de ayer, quizá mientras ella estaba en labor de parto (uno que terminó en cesárea), yo estaba enfrascado en algo que no me suele ocurrir, soñar dormido. El sueño fue muy vívido.
Estaba al pie de las escaleras de la casa de Antiguo Cuscatlán. Vi a Lily junto a Daniella. Y junto a Daniella había un niño delgado como de seis años, trigueño, de nariz chata y con el cabello liso pero bien peinado. Lucía tan prolijo, tan contento, tan distinto a lo que soy yo: un ramillete de atolondramientos y despistes. Lily y yo lo veíamos enorgullecidos. Cuando el niño se me quedó viendo por unos segundos, me sonrió y le sonreí... y allí se difuminó la escena... Quiero pensar que el Cosmos o Guillermo, porque así se llama mi nuevo y último sobrino (mi hermana se esterilizó), me avisó que ya estaba entre nosotros.
La gente no me cree, pero creo que tengo sueños premonitorios. Antes, ya había soñado que yo vendría a España, ya había soñado el nacimiento de Daniella. Y ya había soñado a Guillermo, incluso antes que Lily se embarazara o supiera el sexo de su bebé.
Ayer, cuando me levanté de la cama con el sueño aún claro, corrí las persianas de mi piso. Y a diferencia de los días anteriores, nublados o lluviosos, este estaba precioso. Parecía como sacado de la película de Sound of Music: frío pero soleado, con las montañas de Nevacerrada refulgentes de nieve, vi hasta dos pericos planeando sobre la calle Monforte de Lemos. De pronto, decidí describir en mi muro de Facebook la buena sensación que me regalaba el día y justo al conectarme, cuando allá eran alrededor de las 5 de la madrugada y aquí mediodía, Karla, la cuñada de Lily, me escribía un: "Felicidades tío".
sábado, 9 de marzo de 2013
Sol, Gran Vía, Tribunal, Bilbao..
El metro de Madrid se duerme con puntualidad a la 1.30 de la madrugada. Un dato que alguien que no tiene coche, como yo, no puede pasar por alto... Poco antes de la medianoche, y a pesar del frío, intenté zambullirme por el centro de la ciudad acompañado únicamente por un cigarrillo y bolsón. Cerca del barrio de Malasaña, famoso por sus pubs de estilo irlandés y sus discotecas, me entretuve viendo vitrinas y rostros, como el de un chico marroquí que vende cervezas enlatadas, o el de los tres adolescentes que se besaban de boca al mismo tiempo en plena calle.
Más me sorprende la manera en que esta ciudad exhibe al pan, más bien me sorprende su variedad: baguette, bolillos, croissants servidos entre espigas de trigo y tarros de mantequilla... Vi una limusina que transportaba, creo, a varias prostitutas que escuchan reguetón... Las farolas, el olor a cigarro y a tapas... La arquitectura de la mayoría de edificios, es simplemente bella, sobre todo el edificio barroco que está a la salida de la estación del metro llamada Tribunal. Me dejé perder y de repente estaba en una plaza salpicada de prostitutas (intuyo que dominicanas) jalonada por una iglesia labrada en cantera color café con leche.
No sé a qué horas alcancé la Puerta del Sol, una famosa y céntrica plaza madrileña, pero al atisbar su torre del reloj, empezó a llover muy fuerte. Me mojé todo. Con vaho saliendo de mi boca, no sabía si seguir caminando en dirección a lo que no conozco, el occidente de esta plaza, pero recordé que el metro deja de correr a la 1.30. Y junto a un río de jóvenes españoles, entré en las fauces del metro.
Viajé junto a dos asiáticos, un tipo disfrazado de cavernícola, una pareja de cuarentones que no paraban de besarse, un tipo dormido solo Dios sabrá desde cuántas estaciones atrás... Y un señor famélico que vociferaba tener Sida en fase terminal y que se arrodilló para pedir comida, ropa... Luego de mil paradas, "Sol-Gran Vía-Bilbao-Cuatro caminos...", llegué a mi estación, la del Barrio del Pilar. Mi dolor de pies es proporcional a mis ojeras... Buenas noches.
Más me sorprende la manera en que esta ciudad exhibe al pan, más bien me sorprende su variedad: baguette, bolillos, croissants servidos entre espigas de trigo y tarros de mantequilla... Vi una limusina que transportaba, creo, a varias prostitutas que escuchan reguetón... Las farolas, el olor a cigarro y a tapas... La arquitectura de la mayoría de edificios, es simplemente bella, sobre todo el edificio barroco que está a la salida de la estación del metro llamada Tribunal. Me dejé perder y de repente estaba en una plaza salpicada de prostitutas (intuyo que dominicanas) jalonada por una iglesia labrada en cantera color café con leche.
No sé a qué horas alcancé la Puerta del Sol, una famosa y céntrica plaza madrileña, pero al atisbar su torre del reloj, empezó a llover muy fuerte. Me mojé todo. Con vaho saliendo de mi boca, no sabía si seguir caminando en dirección a lo que no conozco, el occidente de esta plaza, pero recordé que el metro deja de correr a la 1.30. Y junto a un río de jóvenes españoles, entré en las fauces del metro.
Viajé junto a dos asiáticos, un tipo disfrazado de cavernícola, una pareja de cuarentones que no paraban de besarse, un tipo dormido solo Dios sabrá desde cuántas estaciones atrás... Y un señor famélico que vociferaba tener Sida en fase terminal y que se arrodilló para pedir comida, ropa... Luego de mil paradas, "Sol-Gran Vía-Bilbao-Cuatro caminos...", llegué a mi estación, la del Barrio del Pilar. Mi dolor de pies es proporcional a mis ojeras... Buenas noches.
lunes, 4 de marzo de 2013
Mi primer mes en España
No sé si odio o amo al periodismo. No sé si he perdido peso o he engordado. Ya no sé siquiera si extraño la rutina que llevaba antes en El Salvador. Solo sé que desde hace un mes vivo en Madrid.
Desde que aterricé en Barajas me he sentido cada vez más despistado. Todo me parece un desfile de clichés y novedades. Para empezar, ya no vivo en el tropicalísimo Antiguo Cuscatlán, sino en Barrio del Pilar, un sector erizado de edificios setenteros, cerca de un Corte Inglés, el celebérrimo almacén español del que tanto me hablado mi papá desde que era pequeño.
Comparto apartamento, en un noveno piso, con tres periodistas, dos uruguayos y un mexicano, todos son buena onda. Desde la terraza, donde he vuelto a fumar, además de un estación de bomberos, puedo ver los rascacielos más altos de la ciudad y unas montañas nevadas que me sirven de brújula. Me señalan el norte de esta urbe con más de 3 millones de habitantes.
Me resulta complicado describir lo que ha sido este primer mes. Uno de los becarios, el que alguna vez me dijo amor, ahora me odia, o más bien, lo que es peor, me desprecia. En contraste, un español me enseñó su pene y el que es mi jefe me baila mambo para hacerme sentir "más en casa". No todo es color de rosa, el director del curso me llamó la atención por revisar Facebook en clases. Un viejito me puteó por no cederle el paso en el bus. A veces me siento ninguneado en el diario donde hago prácticas, el ultra derechista Diario ABC. A veces, los españoles me parecen muy pesados o muy buenas personas. No hay puntos medios en esta situación. Contra lo que esperaba, me llevo muy bien con las becarias argentinas. He visto nevar y llover. He visto edificios de Gaudí y pinturas de Velázquez. He visto la torre de Londres y muy pronto veré la torre Eiffel. Me duelen las piernas de tanto caminar. Estoy aburrido de usar bufanda. Me corté el cabello casi al rape. He comido un "pirulí" de mariguana y una paella de 30 euros. Los quesos y jamones me parecen deliciosos y baratos. La Coca Cola, en cambio, me parece carísima.
A veces pienso en lo mismo, pienso en lo que sucede del otro lado del mar. Quisiera que mi país fuera más feliz. Quisiera que mi mamá no tuviera que pensar en divorciarse. Quisiera que mi papá fuera menos mierda. Quisiera tener más energías para decidirme a correr en el parque. Quisiera estar cerca de mi hermana, justo ahora que está a punto de parir. Quisiera abrazar a mi abuela Mila. Quisiera tener intimidad, un poquito nomás. Quisiera ser menos miedoso, tenerme más fe. Quisiera tener más voluntad para leer, pintar y escribir. Quisiera ser más disciplinado, más sabio.
lunes, 8 de octubre de 2012
Transarmenia
1890. Este es el antiguo templo de un pueblo que alguna vez se llamó Guaymoco, Armenia. Según este grabado, publicado en 1890 por el geógrafo Guillermo Dawson, el templo se hallaba en plena "construcción". Tengo una tesis distinta: este es un templo colonial al que simplemente le estaban reconstruyendo su rostro con líneas "más actuales".
Su perfil superior luce muy desnivelado e irregular. Pareciera que la nueva fachada partía de los restos de algo más antiguo hecho con mampostería. De hecho, en la imagen, podemos ver el artesonado y los contrafuertes acabados de un típico templo colonial salvadoreño.
¿1900? Esta imagen es una auténtica joya salvadoreña. No solo dá cuenta del aspecto final del templo de Armenia, habla también de Claudia Lars, la poetisa salvadoreña más destacada del siglo XX.
Este daguerrotipo perteneció a Patrick Brannon, un ingeniero estadounidense que radicó en Armenia a finales del siglo XIX. Él vino con un puñado de ingleses que construyeron el primer ferrocarril del país alrededor de 1882. Patrick fue además el padre de Carmen Brannon, el verdadero nombre de Claudia Lars, quien nació en 1899. La imagen tiene algo escrito de su puño y letra: "La iglesia donde me bautizaron" (ver arriba).
Obviamente no conocí a Patrick Brannon, sin embargo creo que es el tipo sombrerado, de tez clara, que se sujeta de un arbusto plantado en el atrio (ver arriba). De hecho, los Brannon-Vega vivieron en una casa-portal que pervive, como sede del partido FMLN, a un lado de la iglesia.
Esta iglesia me resulta mucho más simpática que la actual. ¿Era neoclásica? Quizá era un poco de todo. Su puerta ojival recuerda al gótico. Sus capiteles campaniformes recuerdan al estilo egipcio. Y las cúpulas de sus camparios recuerdan a los de Suchitoto, cubiertos con platos soperos y rematados con un pináculo con forma de huevo.
1917. La última erupción del volcán de San Salvador ocurrió en junio de 1917. El cataclismo fue antecedido por un terremoto tan violento que echó por el suelo a toda la capital, Quezaltepeque y, claro, Armenia.
Entre los escombros hay detalles. Los círculos verdes encierran a algunos personajes que posan sin miedo a un potencial derrumbe. En cambio, los círculos rojos encierran a dos nichos u hornacinas (ver arriba) que quedaron al descubierto tras el terremoto. Probablemente, las hornacinas fueron repelladas antes de 1890, cuando por alguna razón desconocida decidieron construir una nueva fachada.
Esas hornacinas, ¿serían vestigios de un templo barroco? Lo único cierto es que la parte más antigua, quizá colonial, fue la que menos se desmoronó. Además, llama la atención que el seísmo le arrebató los platos soperos a la cúpula del campanario (ver arriba). A propósito, la fotografía es cortesía de Jorge de Sojo, quien atesora cientos de imágenes antiguas del país y tuvo a bien enviármela.
¿1950? Esta fotografía la plagié de otro blog. Uno que describe que este templo fue devorado por el fuego alrededor de 1950. Seguramente estaba hecho de adobe, madera y láminas. Luce muchísimo más modesto y básico que el anterior. Inclusive, sus campanarios aparecen sin repello.
1961. Esta fotografía también la encontré en otro blog. La fotografía data de 1961, cuando el país era gobernado invariablemente por militares. Esta es la iglesia que se conserva hasta el presente día. Se trata de una estructura cubica, mejor-esto-que-nada, alejada del estilo de sus antecesoras. Ignoro si tiene algún estilo arquitectónico.
1993. Así lucía la iglesia de Armenia en los noventas. A diferencia de la imagen anterior, ahora le faltan sus campanarios. Probablemente, el terremoto de 1986, o el de 1982, se los amputó. Llama la atención una de las champas del parque que aún exhibe un rótulo de la extinta Arci-Cola.
2012. Así luce actualmente la iglesia de Armenia. En los últimos 122 años, este templo, como muchos otros del país, ha sido transfigurado, por lo menos, cuatro veces. ¿Será este su rostro definitivo?
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martes, 4 de septiembre de 2012
El único hijo de Claudia Lars
Hoy visité a Roy Beers Brannon, el único hijo de Carmen Brannon o "Claudia Lars".
Llegué puntual a su caserón, en plena colonia San Francisco, a las 3.30 de la tarde. Y lo primero que recibí fue un gran aguacero.
Su empleada (eufemismo de sirvienta o muchacha) me ofreció una servilleta para secarme. Y me pidió esperar a Roy en un vestíbulo decorado con un psicodélico cuadro de "Saint Patrick", obra de una de las hijas de Salarrué, Maya. Al poco rato, apareció una señora robusta (luego sabría que era la esposa de Roy), quien no contestó mi saludo.
El tercero en aparecer -en simultaneidad de un fortísimo trueno- fue el mismísimo Roy Beers. Vino acompañado por su enfermera de planta. "Hace un par de años me caí y me golpeé aquí (la parte alta de la frente)", dijo como justificando tener quien lo cuide. El próximo 25 de diciembre Roy cumplirá 85 años de edad.
Nunca conocí personalmente a Claudia Lars, la más reconocida de cuántas escritoras haya parido este país. Claudia nació en 1899 y falleció en 1974, antes de mi nacimiento. Sin embargo, al ver los ojos grises de Roy uno puede adivinarla.
Me pareció un tipo dulce y de modales "agringados". Era de esperarse, su papá era gringo y su abuelo-materno era irlandés.
Roy tomó asiento. Y los truenos apenas me dejaban escucharlo. Me aseguraba que iba a decepcionarme, porque casi no conserva nada de "Camen", como aún llama a su mamá (su nombre de pila era Carmen Brannon). Y empezó por mostrarme tres cuadros: uno de Salarrué, otro de Valero Lecha y otro de José Mejía Vides (tres de las figuras más reconocidas de la plástica nacional). Me mostró los libros que pertenecieron a Claudia. Y luego me llevó a una habitación donde conserva, bajo llave, una manojo de documentos amarillentos.
Roy tomó asiento. Y los truenos apenas me dejaban escucharlo. Me aseguraba que iba a decepcionarme, porque casi no conserva nada de "Camen", como aún llama a su mamá (su nombre de pila era Carmen Brannon). Y empezó por mostrarme tres cuadros: uno de Salarrué, otro de Valero Lecha y otro de José Mejía Vides (tres de las figuras más reconocidas de la plástica nacional). Me mostró los libros que pertenecieron a Claudia. Y luego me llevó a una habitación donde conserva, bajo llave, una manojo de documentos amarillentos.
Mientras los extraía de una especie de lata de galletas, volvió a aparecer su esposa: "Roy, they won´t need all this! ". Lo dijo como si hablará en un código indescifrable y exclusivo. Roy congeló una sonrisa nerviosa. Y ella hizo ademán de estar a punto de ahorcar a su enfermera por no haberle alcanzado sus gafas de lectura.
Sin más, la señora tomó un manojo de cartas y fotografías con la caligrafía acolochada de Claudia, "el periodista estará feliz de que me vaya, pero antes me llevaré esto (una torre de papeles y fotos). Claudia se las dejó a mis hijos, Roy. Y por cierto no se las he dado". Y desapareció.
Sin más, la señora tomó un manojo de cartas y fotografías con la caligrafía acolochada de Claudia, "el periodista estará feliz de que me vaya, pero antes me llevaré esto (una torre de papeles y fotos). Claudia se las dejó a mis hijos, Roy. Y por cierto no se las he dado". Y desapareció.
Por unos segundos vi entristecido a Roy. Y preferí hundir mi mirada en una de las pocas fotografías que dejó la señora. Una donde aparece la iglesia antigua de Armenia. La foto debe ser anterior a 1917. Porque en 1917 esta iglesia fue tumbada por la erupción-terremoto del volcán de San Salvador. Sobre la imagen, Claudia sobreescribió: "En esta iglesia fui bautizada". Otra dice: "Las Tres Ceibas"; la hacienda de su Tierra de Infancia.
Vi muchísimas cosas más: un pasaporte de 1937 y que perteneció al hermano de Claudia, el exdiputado Juan Brannon. Vi unas fotografías antiquísimas de los abuelos maternos de Claudia Lars: Felipe Vega y Carmen Zelayandía. Estas imágenes, daguerrotipos, deben tener, por lo menos, unos 110 años. También vi una fotografía, donde Roy aparece muy joven, en New Orleans, junto a una exnovia muy guapa. "No publique esta foto", pidió Roy, como intuyendo que su señora podría enojarse por eso. A la enfermera le dio risa su petición.
Antes de irme, Roy autorizó fotografiar el retrato que Valero Lecha hizo de Claudia Lars. Él la pintó como a una niña de unos cuatros años, justo como cuando Claudia crecía entre Armenia y la hacienda de su padre, Las Tres Ceibas. El cuadro está colgado en su recámara.
En ese mismo instante, la esposa de Roy se asomó por otra puerta y al verme la azotó fuertísimamente. Luego, volvió a salir y me dijo: "No cree que ya es suficiente?". Le dije que sí. Y Roy, en silencio, hizo el esfuerzo de llevarme hasta la puerta. Allí, ambos nos dimos las gracias.
En ese mismo instante, la esposa de Roy se asomó por otra puerta y al verme la azotó fuertísimamente. Luego, volvió a salir y me dijo: "No cree que ya es suficiente?". Le dije que sí. Y Roy, en silencio, hizo el esfuerzo de llevarme hasta la puerta. Allí, ambos nos dimos las gracias.
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lunes, 3 de septiembre de 2012
El Salvador y Costa Rica
Así era Centro América alrededor de 1890. Costa Rica a la izquierda, El Salvador a la derecha.
La imagen salvadoreña es mi tatarabuelo paterno, Apolinario Hernández. Mi ancestro aparece junto a una de sus hijas y uno de sus nietos, Eugenia y Domingo. Todos vivían un par de kilómetros al norte del poblado de Quezaltepeque.
La imagen costarricense la plagié de un sitio en Facebook, "Fotografías antiguas de Costa Rica". Se trata de Silverio Fallas y Salvadora Canuta Castro; y su hijo Apolinar de Jesús Fallas. Ellos vivían un par de kilómetros al norte de la actual capital tica, en San Juan de Dios de Desamparados.
Aunque no tengo el ADN de la familia Fallas Castro, hay cosas que veo en común con los Hernández Amaya. Por ejemplo, en ambas familias se reitera ese nombre que a mí me suena feo: Apolinar y Apolinario. Ambas familias vivían en el área rural, pero muy muy cerca de las capitales de sus respectivos países, San Salvador y San José.
La moda se parece, no hay cinchos y las faldas llegan hasta arriba de sus cinturas. Los mostachos se parecen. Me atrevería a añadir que la familia tica está menos bronceada que la salvadoreña, quizá porque el Valle Central de Costa Rica suele pasar nublado. Por último, a excepción de las mujeres, todos los pies masculinos no tienen calzado. ¿Era "normal" andar descalzo por Centro América? Como todo lo que vemos mal, ¿era una costumbre o atavismo indígena andar descalzo?
La moda se parece, no hay cinchos y las faldas llegan hasta arriba de sus cinturas. Los mostachos se parecen. Me atrevería a añadir que la familia tica está menos bronceada que la salvadoreña, quizá porque el Valle Central de Costa Rica suele pasar nublado. Por último, a excepción de las mujeres, todos los pies masculinos no tienen calzado. ¿Era "normal" andar descalzo por Centro América? Como todo lo que vemos mal, ¿era una costumbre o atavismo indígena andar descalzo?
Veo estas fotografías y me saltan otras preguntas. A finales del siglo XIX, ¿cuál de las dos familias tenía mejor "calidad de vida"? ¿Cuál de las dos tenía mejores expectativas de vida? ¿Qué tan cultos eran? ¿Cómo vivirán ahora sus descendientes?
Alrededor de 1890, a nivel centroamericano, el peso económico de El Salvador era muchísimo mayor que el de Costa Rica. "San Salvador tiene muchas comodidades que permiten compararla, y con ventaja, con gran número de las ciudades más notables de Europa y América". Este párrafo lo extraje del Libro Azul de El Salvador, de 1916. Este libro era una especia de anuario -editado e impreso por estadounidenses- y también tuvo su versión tica (de 1915), donde describen a una Costa Rica "menos ostentosa", más rural, y sin el contraste "tan marcado" entre pobres y ricos.
Estoy seguro que Apolinario Hernández, mi tatarabuelo, sabía de Costa Rica. Quizá lo que no imaginaba es que allá, en el confín del istmo, con el paso del tiempo, habría más bienestar que en El Salvador. Que sus descendientes iban a preferir estudiar una profesión allá, en el INCAE o la Universidad Latina. Que allá sería más verde que acá. Que los ticos tendrían un salario mínimo de $600 y los salvadoreños uno de $250. Qué allá, a diferencia de acá, habrían conciertos de Elton John, Maroon 5 y Lady Gaga. Que tendrían una presidenta, un astronauta y un premio Nobel de la paz.
Y sobre todo, que en el sur -donde el istmo solía ser más anodino que acá- habría mucho menos desangramiento social, quizá porque los costarricenses se ven de tú a tú. Los salvadoreños llevamos décadas viéndonos distintos unos a otros: el rico desprecia o ignora al pobre y viceversa; "los indios ni siquiera existen" y los mareros no son salvadoreños sino seres de otro planeta.
Como nada está escrito en piedra, me gustaría pensar que dentro de 100 años El Salvador tendrá muchísimo más bienestar que ahora. Que descollará. Así, mis descendientes disfrutarán lo que yo no pude disfrutar. Y cuando vean estas fotografías, solo pensarán en similitudes de moda, postura, nombres...
martes, 21 de agosto de 2012
El último tren de El Salvador
A David Escobar Galindo, el escritor, le gustó el artículo que publiqué sobre el tren. Me felicitó.
Su felicitación es un honor. Pero no soy más feliz por ello. El artículo en mención, de 8 páginas, se publicó recién hace dos días, el domingo. Y ese mismo día, las autoridades de FENADESAL (Ferrocarriles Nacionales de El Salvador) decidieron que esta última ruta ferroviaria de El Salvador (San Salvador-Apopa) debía cerrarse inmediatamente y "por tiempo indefinido". La cerraron ayer, lunes. Y pienso en los empleados que dependen de su salario.
Los dos únicos maquinistas del país se comunicaron conmigo, por teléfono y correo electrónico, el mismísimo domingo. Uno está preocupado por la cuestión salarial. El otro me llamó para decirme que no fue mi culpa, que no fui yo quien acabó con 130 años de historia ferroviaria en este país.... Todo me parece irónico. Yo me llamo como mi bisabuelo, Carlos Alberto, quien fue jefe de las estaciones ferroviarias de Sonsonate, La Puerta (Armenia) y puerto Cutuco. Mi ancestro amaba el tren. Y fue en una estación donde conoció a mi bisabuela (y a mi otra step-bisabuela).
Jamás me había pasado que uno de mis artículos fuera la gota que derramara el vaso.
jueves, 9 de agosto de 2012
"Decora Live"
Esta es una de las paredes de mi casa. Me tomó dos años decorarla.
Voy a tratar de resumirla, al estilo Olga Miranda o Martha Stewart. Hace dos años -como periodista-, me dirigí hacia el borde más norteño y desolado del departamento de Usulután. Quería conocer Gualcho.
De Gualcho sabía que era una hacienda añilera. Una que -en 1828- quedó en medio del fuego cruzado entre derechistas e izquierdistas. Estos últimos, liderados por Francisco Morazán, querían que Centroamérica fuera una sola cosa. Y esa fue la idea que ganó en Gualcho...
Cuando llegué a Gualcho, sentí calor y escalofrío. Parecía que recién había combatido Morazán. Según un niño careto, la hacienda se vino al suelo a penas tres días antes. No soportó tanta lluvia y abandono. Quise llevarme algunas de las columnas de cedro que sostenían su corredor, pero medían más de tres metros de largo. Y me fui por lo práctico, tomé el remate de dos vigas de corredor que tenían un perfil acolochado. Mis compañeros se burlaron de mí: ¿Qué vas a hacer con esos leños? ¿vas a hacer carbón?
Para ahorrarme burlas adicionales, al llegar a casa escondí "los leños" debajo de mi cama. Poco después, los llevé a una carpintería para que los uniera. El carpintero se quedó con los ojos redondos. "Esta madera es viejísima., pero solo una de las vigas es de cedro. La otra es de conacaste", me explicó antes de rebanarlas y unirlas. Esperé varios meses para viajar con el largo leño hasta el otro extremo del país, hasta Ataco. En este pueblo sabía que existían muchos "santeros" o talladores. Y el día que tenía pautado ir, metí el madero dentro de uno de los pick-ups de mi trabajo. Allí me gané otro racimo de burlas, el último.
Al llegar a Ataco, desde la calle, en el interior de una sencilla casa, atisbé a alguien que tallaba un diminuto San Miguel Arcángel. Me acerqué al tallador. Vi su trabajo. Coticé. Le mostré un libro con arte colonial mexicano. Volví a cotizar. Y por $40, más el libro, acordó esculpirme un querubín rematado por dos dalias. Eso le tomó dos meses a él. Y a mí, cuatro meses más para ir a recogerlo, en septiembre de 2011.
En mi casa, el leño labrado fue un éxito. Pero yo no quedé a gusto. El leño necesitaba un cuadro, un reloj o algo que, encumbrado, le diera simetría o juego. Y tácitamente, proyecté volver a pintar. Tenía que pintar algo que tuviera algo de Gualcho, algo del lugar donde iba a ser colgado (en este caso, el comedor) y algo mío. En octubre, manejé hasta la Escalón, a la librería Moderna, para comprar papel de acuarela y pintura Gouache, un tipo diferente de acuarela, como más opaca y menos traslúcida. Recorté el papel en dos cuadrados perfectos. Y decidí que uno exhibiría a una gallina "sarada"; y el otro un gallo. Ambos pajarracos estarían "de metidos" en la cocina, viendo qué comen. Detrás de ellos, la ventana, recortada por azulejos, abriría un panorama visto en dirección sur, como si la cocina estuviera en Gualcho. Por eso, detrás de las palmeras, asoma el volcán de San Miguel. Y detrás de la ceiba, la sierra de Chinameca y Berlín.
Pensé que iba a terminarlo antes de Navidad. Pero no. Estaba cansando de trabajar o de trasnochar por culpa de un par de amigos y del internet. Y esporádicamente, lo pinté hasta terminar de parirlo la madrugada del 1 de agosto de 2012. Inmediatamente fui a enmarcarlos. Y finalmente, después de más de dos años (para el madero quizá serían siglos), el conjunto está terminado. A propósito, la cerámica también la compré, durante dos años, pensando en el leño. Este que no tuvo inauguración, más que un post del Horny Journey.
Todo conspiró en contra de una inauguración celebrada con algún comentario o una cena brugal frente a él. Horas antes. En la madrugada, una cordal me despertó con dolor. Minutos después, a través de una llamada telefónica supe que mi abuela Mila se cayó tres veces sobre sí misma. Que está amoratada y fracturada y que requerirá ser operada. La fui a ver.
Más tarde, en el trabajo, mi compañero regresó de vacaciones y fui incapaz de darle la bienvenida (debe pensar que soy un envidioso). Al husmear Facebook, me di cuenta que mi mejor amigo se "enamoró" de alguien en Guatemala a donde viajó recién de vacaciones. Y me dio tristeza porque, a diferencia, estoy lejos de salir con alguien o de tener un "amor de verano". Para colmo, hay alguien que me gusta que me dio "restricción" en su muro de Facebook. Y en la tarde-noche, el equipo de fotoperiodistas cometieron una especie de negligencia al no asistir a un lugar estipulado un día antes. Y en medio de todo, el dolor de la cordal se me volvió insoportable, telefoneé al ortodoncista y me fui a buscarle. Desmuelado, todavía fui de nuevo donde la abuela, a recoger a mi mamá.
Todo conspiró en contra de una inauguración celebrada con algún comentario o una cena brugal frente a él. Horas antes. En la madrugada, una cordal me despertó con dolor. Minutos después, a través de una llamada telefónica supe que mi abuela Mila se cayó tres veces sobre sí misma. Que está amoratada y fracturada y que requerirá ser operada. La fui a ver.
Más tarde, en el trabajo, mi compañero regresó de vacaciones y fui incapaz de darle la bienvenida (debe pensar que soy un envidioso). Al husmear Facebook, me di cuenta que mi mejor amigo se "enamoró" de alguien en Guatemala a donde viajó recién de vacaciones. Y me dio tristeza porque, a diferencia, estoy lejos de salir con alguien o de tener un "amor de verano". Para colmo, hay alguien que me gusta que me dio "restricción" en su muro de Facebook. Y en la tarde-noche, el equipo de fotoperiodistas cometieron una especie de negligencia al no asistir a un lugar estipulado un día antes. Y en medio de todo, el dolor de la cordal se me volvió insoportable, telefoneé al ortodoncista y me fui a buscarle. Desmuelado, todavía fui de nuevo donde la abuela, a recoger a mi mamá.
Al llegar finalmente a casa, en la noche, dolorido por la muela extraída, busqué dos clavos y un martillo. Colgué los cuadros, limpié el leño, puse los jarros y las velas. Mi papá no dijo nada, seguramente la escena le pareció muy marica. Pero ni modo. Terminé algo que empecé hace más de dos años. Yo me aplaudí en silencio. Y ahora, sueño con vivir solo pronto. Me mudaría con todo y mi leño de Gualcho. Este que ahora tiene, tatuado, un querubín, Y encaramado, una gallina y un gallo.
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domingo, 15 de noviembre de 2009
Lily
Dividimos el jardín en dos países imaginarios: San Dog y Chili-Lily. Mis carritos viajaban a tu país. Y tus barbies turisteaban por el mío. Asesinamos juntos al aburrimiento con una ducha-lucha a manguerazos en plena sala. O nos bañamos en lodo hasta los dientes. Eramos incapaces de esperar hasta el 24 de diciembre, le abrimos agujeros a los regalos para husmear qué había sido la voluntad de Papá y Mamá. Acampamos en el jardín debajo de una silla envuelta en sábanas. Nos especializamos en preparar pan con ajo, avenas, y cafés no aptos para diabéticos.
Bailamos en la azotea con la grabadora negra a todo volumen. Nos expulsaron del colegio el mismo año. Caminamos sobre el tejado de todo el vecindario. El Show de Cristina era para mayores de 18, pero no hubo capítulo que no viéramos. Nos metimos dentro de una caja de cartón y nos deslizamos por las gradas de la casa, nos desmayamos juntos por los golpes y el susto. ¿Y cuántas veces nos cachimbearon? ¿Cuántas? Yo no me acuerdo. Con las cosas así, me parece increíble que en el colegio le dieras duro a Celina, y yo a Francisco.
El colmo: yo solía pararme sobre clavos y vos sobre hormigueros. Nos hicimos amigos de las muchachas: Mari, Inés y Aleida. ¿Cuántas veces fuimos al Jardín Botánico? Soy más genérico, juntos pasamos una guerra, tres terremotos, un eclipse total del sol y el año en que papá fue despedido. En el terrenito de mi Papá, recogimos miles y miles de jocotes, mangos y sobre todo naranjas. Tantas, que hicimos fresco y lo vendimos en la calle ¿Has calculado cuántos sacos de naranja hemos exprimido hasta hoy?
Durante más de 25 años has estado ahí, en el dormitorio de al lado. Pero a partir de hoy voy a extrañar hacer tok tok en tu pared cuando no pueda dormir. O verte enojada porque usé tu shampoo o abrí tu gaveta ¿Aún casada, y con sobrino, seguirás siendo mi cómplice? ¿Me tendrás confianza? Aún me veo yendo a preparatoria con vos, tu lonchera junto a la mía, y cuando iba cada uno para su aula: "Que te vaya bien, Carlos", "Adiós Lily". O yendo a pie rumbo al bachillerato en medio de enormes cipreses y neblina. O cruzando la frontera Guatemala-El Salvador, una y otra vez, mientras mi papá repetía el mismo casete de Gianni o "Chankosky". O yendo a la discoteca un 31 de diciembre hasta ver el sol de un nuevo año.
¿Recordás la famosa foto donde salís de damita de honor? ¿Cuando te pusiste a chillar porque te dije que ese día te ibas a casar con tu pequeño chambelán? Pues hoy te dije dije lo mismo y no lloraste. Estabas más feliz que nunca.
Señorita Tabcín, señorita Chanwish, Pocha, Silvia Arely, Lily: !Buena suerte, hermana!
Bailamos en la azotea con la grabadora negra a todo volumen. Nos expulsaron del colegio el mismo año. Caminamos sobre el tejado de todo el vecindario. El Show de Cristina era para mayores de 18, pero no hubo capítulo que no viéramos. Nos metimos dentro de una caja de cartón y nos deslizamos por las gradas de la casa, nos desmayamos juntos por los golpes y el susto. ¿Y cuántas veces nos cachimbearon? ¿Cuántas? Yo no me acuerdo. Con las cosas así, me parece increíble que en el colegio le dieras duro a Celina, y yo a Francisco.
El colmo: yo solía pararme sobre clavos y vos sobre hormigueros. Nos hicimos amigos de las muchachas: Mari, Inés y Aleida. ¿Cuántas veces fuimos al Jardín Botánico? Soy más genérico, juntos pasamos una guerra, tres terremotos, un eclipse total del sol y el año en que papá fue despedido. En el terrenito de mi Papá, recogimos miles y miles de jocotes, mangos y sobre todo naranjas. Tantas, que hicimos fresco y lo vendimos en la calle ¿Has calculado cuántos sacos de naranja hemos exprimido hasta hoy?
Durante más de 25 años has estado ahí, en el dormitorio de al lado. Pero a partir de hoy voy a extrañar hacer tok tok en tu pared cuando no pueda dormir. O verte enojada porque usé tu shampoo o abrí tu gaveta ¿Aún casada, y con sobrino, seguirás siendo mi cómplice? ¿Me tendrás confianza? Aún me veo yendo a preparatoria con vos, tu lonchera junto a la mía, y cuando iba cada uno para su aula: "Que te vaya bien, Carlos", "Adiós Lily". O yendo a pie rumbo al bachillerato en medio de enormes cipreses y neblina. O cruzando la frontera Guatemala-El Salvador, una y otra vez, mientras mi papá repetía el mismo casete de Gianni o "Chankosky". O yendo a la discoteca un 31 de diciembre hasta ver el sol de un nuevo año.
¿Recordás la famosa foto donde salís de damita de honor? ¿Cuando te pusiste a chillar porque te dije que ese día te ibas a casar con tu pequeño chambelán? Pues hoy te dije dije lo mismo y no lloraste. Estabas más feliz que nunca.
Señorita Tabcín, señorita Chanwish, Pocha, Silvia Arely, Lily: !Buena suerte, hermana!
martes, 20 de octubre de 2009
El perfume de María
María nunca usó perfume. El suyo era natural: olor a hierbas, Café Listo con leche y taller textil. En su viejo tocador, frente a un espejo, siempre hubo lo mismo: un frasco de crema C de Pond's y un peine plástico. Nada más. Era minimalista. Austera. No porque no fuera vanidosa. Al contrario. A sus 79 años recordaba que de chamaca había sacado a un muchacho del seminario. Y que hubo uno que hasta se suicidó por uno de sus desprecios. Con dos peinadas y una untada de crema, mi abuela se sentía bonita. Victoriosa. Y se ponía a trabajar, su único ocio era leer el periódico de cabo a rabo tumbada en su sofá.
Mi abuela María nació en el campo, pobre. A inicios del siglo pasado. En un lugar tan rural, que aún no tiene nombre, solo sé que está al norte de Quezaltepeque, entre cañales y polvaredas. Su bachillerato fue un tercer grado, aprendió a leer, a sumar y restar, y se sintió lista para la vida. Era blanquita, porque sus padres eran campesinos chalatecos. Cuando cumplió 17 conoció a Carlos Chávez, un comerciante sonsonateco -mi abuelo- y se casaron. Con él tuvo 9 hijos al hilo. Cuando parió al último, mi abuelo se despidió de ella. Le balbuceó Honduras, y desapareció. Era comerciante y pastor evangélico. Formó otra familia.
Mi abuela me regañaba cuando chillaba de chiquito, porque yo tenía miedo de caminar a oscuras. O chillaba cuando mis papás peleaban, o cuando quebraba mil cosas de vidrio.
-!Tan guanaba (marica) que te haces! -me decía, y yo lloraba más.
A ella nunca le gustó el drama. No era abuela alcahueta, ni de mimos. Era más bien dura, de regaños, de reflexiones, de platicas infinitas. Vino a San Salvador en 1950, en tren, con 9 hijos. El centro capitalino la acogió en un cuartucho, allí la llamaban "mengala", término despectivo para las provincianas. Hacía tamales de gallina. Los hijos que no trabajaban, por ser aún niños, tenían que salir a venderlos a puro pregón. Dicen que los tamales no le alcanzaron para pagar rentas y frijoles. Les embargaron todo, las camas y hasta las ollas de los tamales. En casa de Juan, un hermano, dicen que María sollozaba, en silencio, acostada ladeada en su cama, viendo la pared para que sus hijos no la vieran así, preocupada, aterrorizada por la vida. La puedo ver así. No había mucho o nada que comer. Enflacó. Prefería no comer para que uno de los 9 llevará algo en el estómago. Incluso pensó en poner en adopción a los más pequeños. Pero se apretó los marfiles. Solo sabía ser mamá.
Puso una tienda con dinero prestado, volvió a hacer tamales, aprendió a coser, aprendió a vender y ahorrar, compró una máquina de coser, alquiló una casa. Y con el tiempo, sin darse cuenta, tenía su propia maquilita con 8 mujeres cosiendo e hijos en la universidad. Un taller donde salían trajecitos para niños de toda Centro América. Cuando yo nací, a inicios de los 80´s, mi abuela había saltado de campesina a empresaria. Vivía en un enorme caserón en la colonia San Francisco, Calle Los Granados, 189.
Parte de esa casa, de mil recovecos, escaleras y jardines, era su nuevo taller-hogar. Mis papás, un ingeniero (su hijo) y una secretaria, me dejaban ahí, mientras trabajaban. Yo lloraba por la ventana cuando los veía desaparecer. Y ella: "Al carajo, qué chillón saliste!!!" Y me dejaba así. Cuando las lágrimas se me acabaron caí en cuenta que esa señora jamás me iba a andar chinchoneado. Solo la veía trabajar. Cocinando, reciclando comidas, haciendo frutas en almíbar, quitando hebras a sus trajecitos, atendiendo clientes chapines, nicas y ticos, y sembrando un jardín imposible. Un jardín imposible de olvidar. En pleno San Salvador tropical, hizo crecer una vid, un macetero con lavandas, hileras de margaritas, higos, icacos, tomates, guisquiles, papayas, chiles de todos colores y picores, helechos y quien sabe qué más. Aún la puedo ver sentada sembrando con su machete y azadón. Cuando no le gustaba algo, lo cortaba de raíz y sembraba algo que fuera más exótico que lo anterior. Era el centro de las reuniones familiares. Escuchaba todo con rostro inocente, pausa, y salía diciendo cosas geniales: la mujer que no usa cartera es puta. No quiero salir en fotos porque van a decir que soy la muchacha. Esa mujer es puta. Bola de bolos hijos de puta, dejénme dormir.
Ella y mi papá compraron 12 manzanas de tierra en Tamanique. Un pueblito perdido entre el mar y la sierra del Bálsamo. Los domingos era casi obligado tener que ir. Aprendí a sembrar árboles, recoger mangos, nances, naranjas, limones, jocotes, marañones, cocos, guindas... y esperar sus almuerzos cocidos con leña, porque al principio no había energía eléctrica. A tolerar el calor. A abrir falsos. A bañarme casi desnudo en medio de la selva. A hacerme heridas y cauterizarlas con sudor y polvo. A conocer a la gente pobre, muy pobre, de la que ella era su gran amiga. La veían como heroína. Conocían su historia, algunos salieron de pobres con su ejemplo. Con ella aprendí a envalentonarme frente a lechuzas, serpientes de coral, zorros y avispones. Pero no pude quitarme lo chillón. Lo guanaba. Tamanique me acercó mucho a ella. Y ella me acercó a Tamanique. Era súper patriota. Amaba a este país muchísimo. Estados Unidos le pareció aburrido para su edad.
Cuando arribé a la adolescencia me era fastidioso ir a Tamanique. Me entró la vanidad y la imbecilidad de esa edad. Pero aún así, salimos con ella a México en carro, y ahí, nos agarrábamos de la mano, algo que me sorprendía por su dureza. Juntos, vimos fascinados los pinares, los indígenas, las iglesias y las cumbres nevadas de México. Luego mi familia migró a Guatemala. Como tenía como 14 ó 15 años podía tolerar la ausencia de ella y Tamanique, esa fue mi época de las borracheras, manoseos y besos. Un fin de año, el 31, en Guatemala, estábamos cenando solos, aburridos, medio tristes, sin nada parecido a las fiestas en casa de la abuela. Eramos extranjeros y mi papá, mamá, y hermana tratamos de celebrar así, solos, bailando entre nosotros 4.
Pero a las 9 ó 10 de la noche sonó el timbre. Yo abrí la puerta. Y casi me desmayó. Era mi abuela María, con su pelo entrecano, un suéter café y bolsas con comida. Abracé a la septuagenaria y volví a ser guanaba, lloré, todos lloramos. Ella pidió a otros tíos manejar hasta Guate, para celebrar. El mejor fin de año.
Cuando regresamos a El Salvador, en 1999, mi abuela decidió dejar su caserón, para que todo se convirtiera en fábrica y oficina manejadas por un tío bonachón, el mayor de sus hijos. Entonces pasó a vivir enfrente de mi casa, en Antiguo Cuscatlán. Era más fácil visitarla. En su casa me ofrecía fruta en almíbar, guaro, me daba semillas de flores para que las sembrara en mi jardín (me dio unas raras y me dijo que esperara a ver su color), me regaló hasta una billetera con 100 colones. Me aconsejaba: Carlos siento que te falta tener pareja. Te falta ponerle sal a la vida. Por qué en vez de estudiar no trabajas en Estados Unidos, mucho, cuando tengas dinero sabrás qué hacer para vivir, yo eso haría si fuera vos. Nunca me dijo te quiero, pero no hacía falta. Sabía que me quería, más que a mi hermana y otros nietos. Yo la bañaba en besos y me gustaba hasta olerla. De un día a otro le diagnosticaron cáncer de pulmón. En dos meses enflacó. No comía nada, pero fingía bien estar bien.
Cuando vino la incontinencia, la dependencia, sintió que era indigno para ella, la vi llorar, una rereza. Un día antes de morir, dijo contenta que su hermano Juan y su mamá (muertos muchos años antes) la habían visitado vestidos de blanco con un canasto repleto de pan dulce. Pidió quitar retratos familiares de su cuarto. Y espantar a las palomas del jardín. Decía que no se quería morir, que tenía cosas qué hacer aún. Trabajar. Sembrar. Cocinar. Coser. Ser matriarca. A la una de la madrugada sonó el timbre de mi casa. Como me sucedió en Guatemala, sentí desmayar. La abuela María murió dormida, al lado de una tía vigía. Me acurruqué con ella, en la cama, hasta que se le fue yendo todo el calor. Casi no lloré, no fui tan guanaba. Al llegar a mi casa me vestí de luto y vi al jardín. Ese día, el día de su cumpleaños número 80, había dado flor una de las semillas que me dio. Una enorme flor. Enorme. De pétalos rojos que se decoloraban a amarillo. Tampoco lloré. Ni en su vela. Ni en su entierro. Es más reí, como desconexión y tributo a una mujer de pocas lágrimas públicas. Cuando empezó mi rutina, y noté que no estaba entendí que ya no estaría más. Entonces traté de emularla. Me encerré en mi cuarto y lloré, y lloré y lloré.
Eso fue en 2001. Con los años, con el trabajo, el estudio, los problemas, los desengaños, siento que la he ido olvidando un poco. Me pregunto de qué color era su cabello, me entristezco al dudar, y prefiero postergar la respuesta y alguna lágrima. Ya hace ratos dejé de ser un niño. Trato de recordar consejos, y me es inútil, soy un testa-dura. Jamás me he acercado otra vez a un jardín. No quiero freír un huevo. Encender fogón. Poner una hamaca. Cargar cosas. Sé bien cómo hacerlo, pero ahora no. Hace años fui a su tumba y sentí que mi búsqueda era en vano. No está ahí. Ahora me siento viejo, y con más sueños que cosas tangibles. Ahora es cuando debo recordar a mi abuela María, recordar lo que me enseñó. Al menos aún sé describir su perfume: a hierbas, Café Listo con leche, y taller textil.
Mi abuela María nació en el campo, pobre. A inicios del siglo pasado. En un lugar tan rural, que aún no tiene nombre, solo sé que está al norte de Quezaltepeque, entre cañales y polvaredas. Su bachillerato fue un tercer grado, aprendió a leer, a sumar y restar, y se sintió lista para la vida. Era blanquita, porque sus padres eran campesinos chalatecos. Cuando cumplió 17 conoció a Carlos Chávez, un comerciante sonsonateco -mi abuelo- y se casaron. Con él tuvo 9 hijos al hilo. Cuando parió al último, mi abuelo se despidió de ella. Le balbuceó Honduras, y desapareció. Era comerciante y pastor evangélico. Formó otra familia.
Mi abuela me regañaba cuando chillaba de chiquito, porque yo tenía miedo de caminar a oscuras. O chillaba cuando mis papás peleaban, o cuando quebraba mil cosas de vidrio.
-!Tan guanaba (marica) que te haces! -me decía, y yo lloraba más.
A ella nunca le gustó el drama. No era abuela alcahueta, ni de mimos. Era más bien dura, de regaños, de reflexiones, de platicas infinitas. Vino a San Salvador en 1950, en tren, con 9 hijos. El centro capitalino la acogió en un cuartucho, allí la llamaban "mengala", término despectivo para las provincianas. Hacía tamales de gallina. Los hijos que no trabajaban, por ser aún niños, tenían que salir a venderlos a puro pregón. Dicen que los tamales no le alcanzaron para pagar rentas y frijoles. Les embargaron todo, las camas y hasta las ollas de los tamales. En casa de Juan, un hermano, dicen que María sollozaba, en silencio, acostada ladeada en su cama, viendo la pared para que sus hijos no la vieran así, preocupada, aterrorizada por la vida. La puedo ver así. No había mucho o nada que comer. Enflacó. Prefería no comer para que uno de los 9 llevará algo en el estómago. Incluso pensó en poner en adopción a los más pequeños. Pero se apretó los marfiles. Solo sabía ser mamá.
Puso una tienda con dinero prestado, volvió a hacer tamales, aprendió a coser, aprendió a vender y ahorrar, compró una máquina de coser, alquiló una casa. Y con el tiempo, sin darse cuenta, tenía su propia maquilita con 8 mujeres cosiendo e hijos en la universidad. Un taller donde salían trajecitos para niños de toda Centro América. Cuando yo nací, a inicios de los 80´s, mi abuela había saltado de campesina a empresaria. Vivía en un enorme caserón en la colonia San Francisco, Calle Los Granados, 189.
Parte de esa casa, de mil recovecos, escaleras y jardines, era su nuevo taller-hogar. Mis papás, un ingeniero (su hijo) y una secretaria, me dejaban ahí, mientras trabajaban. Yo lloraba por la ventana cuando los veía desaparecer. Y ella: "Al carajo, qué chillón saliste!!!" Y me dejaba así. Cuando las lágrimas se me acabaron caí en cuenta que esa señora jamás me iba a andar chinchoneado. Solo la veía trabajar. Cocinando, reciclando comidas, haciendo frutas en almíbar, quitando hebras a sus trajecitos, atendiendo clientes chapines, nicas y ticos, y sembrando un jardín imposible. Un jardín imposible de olvidar. En pleno San Salvador tropical, hizo crecer una vid, un macetero con lavandas, hileras de margaritas, higos, icacos, tomates, guisquiles, papayas, chiles de todos colores y picores, helechos y quien sabe qué más. Aún la puedo ver sentada sembrando con su machete y azadón. Cuando no le gustaba algo, lo cortaba de raíz y sembraba algo que fuera más exótico que lo anterior. Era el centro de las reuniones familiares. Escuchaba todo con rostro inocente, pausa, y salía diciendo cosas geniales: la mujer que no usa cartera es puta. No quiero salir en fotos porque van a decir que soy la muchacha. Esa mujer es puta. Bola de bolos hijos de puta, dejénme dormir.
Ella y mi papá compraron 12 manzanas de tierra en Tamanique. Un pueblito perdido entre el mar y la sierra del Bálsamo. Los domingos era casi obligado tener que ir. Aprendí a sembrar árboles, recoger mangos, nances, naranjas, limones, jocotes, marañones, cocos, guindas... y esperar sus almuerzos cocidos con leña, porque al principio no había energía eléctrica. A tolerar el calor. A abrir falsos. A bañarme casi desnudo en medio de la selva. A hacerme heridas y cauterizarlas con sudor y polvo. A conocer a la gente pobre, muy pobre, de la que ella era su gran amiga. La veían como heroína. Conocían su historia, algunos salieron de pobres con su ejemplo. Con ella aprendí a envalentonarme frente a lechuzas, serpientes de coral, zorros y avispones. Pero no pude quitarme lo chillón. Lo guanaba. Tamanique me acercó mucho a ella. Y ella me acercó a Tamanique. Era súper patriota. Amaba a este país muchísimo. Estados Unidos le pareció aburrido para su edad.
Cuando arribé a la adolescencia me era fastidioso ir a Tamanique. Me entró la vanidad y la imbecilidad de esa edad. Pero aún así, salimos con ella a México en carro, y ahí, nos agarrábamos de la mano, algo que me sorprendía por su dureza. Juntos, vimos fascinados los pinares, los indígenas, las iglesias y las cumbres nevadas de México. Luego mi familia migró a Guatemala. Como tenía como 14 ó 15 años podía tolerar la ausencia de ella y Tamanique, esa fue mi época de las borracheras, manoseos y besos. Un fin de año, el 31, en Guatemala, estábamos cenando solos, aburridos, medio tristes, sin nada parecido a las fiestas en casa de la abuela. Eramos extranjeros y mi papá, mamá, y hermana tratamos de celebrar así, solos, bailando entre nosotros 4.
Pero a las 9 ó 10 de la noche sonó el timbre. Yo abrí la puerta. Y casi me desmayó. Era mi abuela María, con su pelo entrecano, un suéter café y bolsas con comida. Abracé a la septuagenaria y volví a ser guanaba, lloré, todos lloramos. Ella pidió a otros tíos manejar hasta Guate, para celebrar. El mejor fin de año.
Cuando regresamos a El Salvador, en 1999, mi abuela decidió dejar su caserón, para que todo se convirtiera en fábrica y oficina manejadas por un tío bonachón, el mayor de sus hijos. Entonces pasó a vivir enfrente de mi casa, en Antiguo Cuscatlán. Era más fácil visitarla. En su casa me ofrecía fruta en almíbar, guaro, me daba semillas de flores para que las sembrara en mi jardín (me dio unas raras y me dijo que esperara a ver su color), me regaló hasta una billetera con 100 colones. Me aconsejaba: Carlos siento que te falta tener pareja. Te falta ponerle sal a la vida. Por qué en vez de estudiar no trabajas en Estados Unidos, mucho, cuando tengas dinero sabrás qué hacer para vivir, yo eso haría si fuera vos. Nunca me dijo te quiero, pero no hacía falta. Sabía que me quería, más que a mi hermana y otros nietos. Yo la bañaba en besos y me gustaba hasta olerla. De un día a otro le diagnosticaron cáncer de pulmón. En dos meses enflacó. No comía nada, pero fingía bien estar bien.
Cuando vino la incontinencia, la dependencia, sintió que era indigno para ella, la vi llorar, una rereza. Un día antes de morir, dijo contenta que su hermano Juan y su mamá (muertos muchos años antes) la habían visitado vestidos de blanco con un canasto repleto de pan dulce. Pidió quitar retratos familiares de su cuarto. Y espantar a las palomas del jardín. Decía que no se quería morir, que tenía cosas qué hacer aún. Trabajar. Sembrar. Cocinar. Coser. Ser matriarca. A la una de la madrugada sonó el timbre de mi casa. Como me sucedió en Guatemala, sentí desmayar. La abuela María murió dormida, al lado de una tía vigía. Me acurruqué con ella, en la cama, hasta que se le fue yendo todo el calor. Casi no lloré, no fui tan guanaba. Al llegar a mi casa me vestí de luto y vi al jardín. Ese día, el día de su cumpleaños número 80, había dado flor una de las semillas que me dio. Una enorme flor. Enorme. De pétalos rojos que se decoloraban a amarillo. Tampoco lloré. Ni en su vela. Ni en su entierro. Es más reí, como desconexión y tributo a una mujer de pocas lágrimas públicas. Cuando empezó mi rutina, y noté que no estaba entendí que ya no estaría más. Entonces traté de emularla. Me encerré en mi cuarto y lloré, y lloré y lloré.
Eso fue en 2001. Con los años, con el trabajo, el estudio, los problemas, los desengaños, siento que la he ido olvidando un poco. Me pregunto de qué color era su cabello, me entristezco al dudar, y prefiero postergar la respuesta y alguna lágrima. Ya hace ratos dejé de ser un niño. Trato de recordar consejos, y me es inútil, soy un testa-dura. Jamás me he acercado otra vez a un jardín. No quiero freír un huevo. Encender fogón. Poner una hamaca. Cargar cosas. Sé bien cómo hacerlo, pero ahora no. Hace años fui a su tumba y sentí que mi búsqueda era en vano. No está ahí. Ahora me siento viejo, y con más sueños que cosas tangibles. Ahora es cuando debo recordar a mi abuela María, recordar lo que me enseñó. Al menos aún sé describir su perfume: a hierbas, Café Listo con leche, y taller textil.
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