martes, 20 de octubre de 2009

El perfume de María


María nunca usó perfume. El suyo era natural: olor a hierbas, Café Listo con leche y taller textil. En su viejo tocador, frente a un espejo, siempre hubo lo mismo: un frasco de crema C de Pond's y un peine plástico. Nada más. Era minimalista. Austera. No porque no fuera vanidosa. Al contrario. A sus 79 años recordaba que de chamaca había sacado a un muchacho del seminario. Y que hubo uno que hasta se suicidó por uno de sus desprecios. Con dos peinadas y una untada de crema, mi abuela se sentía bonita. Victoriosa. Y se ponía a trabajar, su único ocio era leer el periódico de cabo a rabo tumbada en su sofá.

Mi abuela María nació en el campo, pobre. A inicios del siglo pasado. En un lugar tan rural, que aún no tiene nombre, solo sé que está al norte de Quezaltepeque, entre cañales y polvaredas. Su bachillerato fue un tercer grado, aprendió a leer, a sumar y restar, y se sintió lista para la vida. Era blanquita, porque sus padres eran campesinos chalatecos. Cuando cumplió 17 conoció a Carlos Chávez, un comerciante sonsonateco -mi abuelo- y se casaron. Con él tuvo 9 hijos al hilo. Cuando parió al último, mi abuelo se despidió de ella. Le balbuceó Honduras, y desapareció. Era comerciante y pastor evangélico. Formó otra familia.

Mi abuela me regañaba cuando chillaba de chiquito, porque yo tenía miedo de caminar a oscuras. O chillaba cuando mis papás peleaban, o cuando quebraba mil cosas de vidrio.
-!Tan guanaba (marica) que te haces! -me decía, y yo lloraba más.

A ella nunca le gustó el drama. No era abuela alcahueta, ni de mimos. Era más bien dura, de regaños, de reflexiones, de platicas infinitas. Vino a San Salvador en 1950, en tren, con 9 hijos. El centro capitalino la acogió en un cuartucho, allí la llamaban "mengala", término despectivo para las provincianas. Hacía tamales de gallina. Los hijos que no trabajaban, por ser aún niños, tenían que salir a venderlos a puro pregón. Dicen que los tamales no le alcanzaron para pagar rentas y frijoles. Les embargaron todo, las camas y hasta las ollas de los tamales. En casa de Juan, un hermano, dicen que María sollozaba, en silencio, acostada ladeada en su cama, viendo la pared para que sus hijos no la vieran así, preocupada, aterrorizada por la vida. La puedo ver así. No había mucho o nada que comer. Enflacó. Prefería no comer para que uno de los 9 llevará algo en el estómago. Incluso pensó en poner en adopción a los más pequeños. Pero se apretó los marfiles. Solo sabía ser mamá.

Puso una tienda con dinero prestado, volvió a hacer tamales, aprendió a coser, aprendió a vender y ahorrar, compró una máquina de coser, alquiló una casa. Y con el tiempo, sin darse cuenta, tenía su propia maquilita con 8 mujeres cosiendo e hijos en la universidad. Un taller donde salían trajecitos para niños de toda Centro América. Cuando yo nací, a inicios de los 80´s, mi abuela había saltado de campesina a empresaria. Vivía en un enorme caserón en la colonia San Francisco, Calle Los Granados, 189.

Parte de esa casa, de mil recovecos, escaleras y jardines, era su nuevo taller-hogar. Mis papás, un ingeniero (su hijo) y una secretaria, me dejaban ahí, mientras trabajaban. Yo lloraba por la ventana cuando los veía desaparecer. Y ella: "Al carajo, qué chillón saliste!!!" Y me dejaba así. Cuando las lágrimas se me acabaron caí en cuenta que esa señora jamás me iba a andar chinchoneado. Solo la veía trabajar. Cocinando, reciclando comidas, haciendo frutas en almíbar, quitando hebras a sus trajecitos, atendiendo clientes chapines, nicas y ticos, y sembrando un jardín imposible. Un jardín imposible de olvidar. En pleno San Salvador tropical, hizo crecer una vid, un macetero con lavandas, hileras de margaritas, higos, icacos, tomates, guisquiles, papayas, chiles de todos colores y picores, helechos y quien sabe qué más. Aún la puedo ver sentada sembrando con su machete y azadón. Cuando no le gustaba algo, lo cortaba de raíz y sembraba algo que fuera más exótico que lo anterior. Era el centro de las reuniones familiares. Escuchaba todo con rostro inocente, pausa, y salía diciendo cosas geniales: la mujer que no usa cartera es puta. No quiero salir en fotos porque van a decir que soy la muchacha. Esa mujer es puta. Bola de bolos hijos de puta, dejénme dormir.

Ella y mi papá compraron 12 manzanas de tierra en Tamanique. Un pueblito perdido entre el mar y la sierra del Bálsamo. Los domingos era casi obligado tener que ir. Aprendí a sembrar árboles, recoger mangos, nances, naranjas, limones, jocotes, marañones, cocos, guindas... y esperar sus almuerzos cocidos con leña, porque al principio no había energía eléctrica. A tolerar el calor. A abrir falsos. A bañarme casi desnudo en medio de la selva. A hacerme heridas y cauterizarlas con sudor y polvo. A conocer a la gente pobre, muy pobre, de la que ella era su gran amiga. La veían como heroína. Conocían su historia, algunos salieron de pobres con su ejemplo. Con ella aprendí a envalentonarme frente a lechuzas, serpientes de coral, zorros y avispones. Pero no pude quitarme lo chillón. Lo guanaba. Tamanique me acercó mucho a ella. Y ella me acercó a Tamanique. Era súper patriota. Amaba a este país muchísimo. Estados Unidos le pareció aburrido para su edad.

Cuando arribé a la adolescencia me era fastidioso ir a Tamanique. Me entró la vanidad y la imbecilidad de esa edad. Pero aún así, salimos con ella a México en carro, y ahí, nos agarrábamos de la mano, algo que me sorprendía por su dureza. Juntos, vimos fascinados los pinares, los indígenas, las iglesias y las cumbres nevadas de México. Luego mi familia migró a Guatemala. Como tenía como 14 ó 15 años podía tolerar la ausencia de ella y Tamanique, esa fue mi época de las borracheras, manoseos y besos. Un fin de año, el 31, en Guatemala, estábamos cenando solos, aburridos, medio tristes, sin nada parecido a las fiestas en casa de la abuela. Eramos extranjeros y mi papá, mamá, y hermana tratamos de celebrar así, solos, bailando entre nosotros 4.

Pero a las 9 ó 10 de la noche sonó el timbre. Yo abrí la puerta. Y casi me desmayó. Era mi abuela María, con su pelo entrecano, un suéter café y bolsas con comida. Abracé a la septuagenaria y volví a ser guanaba, lloré, todos lloramos. Ella pidió a otros tíos manejar hasta Guate, para celebrar. El mejor fin de año.

Cuando regresamos a El Salvador, en 1999, mi abuela decidió dejar su caserón, para que todo se convirtiera en fábrica y oficina manejadas por un tío bonachón, el mayor de sus hijos. Entonces pasó a vivir enfrente de mi casa, en Antiguo Cuscatlán. Era más fácil visitarla. En su casa me ofrecía fruta en almíbar, guaro, me daba semillas de flores para que las sembrara en mi jardín (me dio unas raras y me dijo que esperara a ver su color), me regaló hasta una billetera con 100 colones. Me aconsejaba: Carlos siento que te falta tener pareja. Te falta ponerle sal a la vida. Por qué en vez de estudiar no trabajas en Estados Unidos, mucho, cuando tengas dinero sabrás qué hacer para vivir, yo eso haría si fuera vos. Nunca me dijo te quiero, pero no hacía falta. Sabía que me quería, más que a mi hermana y otros nietos. Yo la bañaba en besos y me gustaba hasta olerla. De un día a otro le diagnosticaron cáncer de pulmón. En dos meses enflacó. No comía nada, pero fingía bien estar bien.

Cuando vino la incontinencia, la dependencia, sintió que era indigno para ella, la vi llorar, una rereza. Un día antes de morir, dijo contenta que su hermano Juan y su mamá (muertos muchos años antes) la habían visitado vestidos de blanco con un canasto repleto de pan dulce. Pidió quitar retratos familiares de su cuarto. Y espantar a las palomas del jardín. Decía que no se quería morir, que tenía cosas qué hacer aún. Trabajar. Sembrar. Cocinar. Coser. Ser matriarca. A la una de la madrugada sonó el timbre de mi casa. Como me sucedió en Guatemala, sentí desmayar. La abuela María murió dormida, al lado de una tía vigía. Me acurruqué con ella, en la cama, hasta que se le fue yendo todo el calor. Casi no lloré, no fui tan guanaba. Al llegar a mi casa me vestí de luto y vi al jardín. Ese día, el día de su cumpleaños número 80, había dado flor una de las semillas que me dio. Una enorme flor. Enorme. De pétalos rojos que se decoloraban a amarillo. Tampoco lloré. Ni en su vela. Ni en su entierro. Es más reí, como desconexión y tributo a una mujer de pocas lágrimas públicas. Cuando empezó mi rutina, y noté que no estaba entendí que ya no estaría más. Entonces traté de emularla. Me encerré en mi cuarto y lloré, y lloré y lloré.

Eso fue en 2001. Con los años, con el trabajo, el estudio, los problemas, los desengaños, siento que la he ido olvidando un poco. Me pregunto de qué color era su cabello, me entristezco al dudar, y prefiero postergar la respuesta y alguna lágrima. Ya hace ratos dejé de ser un niño. Trato de recordar consejos, y me es inútil, soy un testa-dura. Jamás me he acercado otra vez a un jardín. No quiero freír un huevo. Encender fogón. Poner una hamaca. Cargar cosas. Sé bien cómo hacerlo, pero ahora no. Hace años fui a su tumba y sentí que mi búsqueda era en vano. No está ahí. Ahora me siento viejo, y con más sueños que cosas tangibles. Ahora es cuando debo recordar a mi abuela María, recordar lo que me enseñó. Al menos aún sé describir su perfume: a hierbas, Café Listo con leche, y taller textil.







1 comentario:

  1. me has hecho llorar y verme guanaba en la oficina... qué linda era tu abuelita... qué temple, yo sé que algo de ella tenés, te lo aseguro. Y también sé que ella te ve orgullosa desde el cielo mi niño! Te quiero mucho

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